Hoy es lunes. ¿Os pensabais que se me había olvidado la historieta semanal? Pues no. Aquí va.
Las marejadas de la vida.
El otro día recaló en esta ensenada el pantanero más tarifeño, lo cual no es ninguna novedad porque se pasa más tiempo aquí que allí. Siempre es una alegría poder pasar unos ratos con viejos camaradas de navegadas.
La travesía desde el foro había sido larga y su tripulación venía agotada, pero al llegar y respirar el aire fresco oceánico se les pasaron las penas y fuimos a la taberna de la playa a tomar unas cervezas y echar unas risas. Era la hora de la puesta del sol y el espectáculo del ocaso desde allí hacía olvidar la pesadez del viaje.
La taberna estaba muy animada. Había músicos con mandolinas, pífanos y una pianola tocando conocidas melodías que bailaban los marineros y las damas llegados de todas partes de la vieja Europa , mientras corrían la cerveza y las bebidas exóticas venidas del otro lado del mar. El ocaso, la música y las bebidas creaban una atmósfera lúdica y desenfadada.
Es un lugar pintoresco esta taberna. Puedes encontrar gente de todos los mares del mundo hablando las lenguas más extrañas, pero parece que todo el mundo se conoce o, al menos, no les importa no conocerse para entablar animadas conversaciones en una extraña jerga compuesta de todos los idiomas a la vez acompañada, cuando la ocasión lo requiere, de gestos con las manos. No es de extrañar, puesto que en realidad la mayoría de las conversaciones suelen girar siempre sobre los mismos temas, el viento, el mar, los viajes…
De esta manera se sentó a nuestra mesa un alegre navegante londinense que nos contó que hace algún tiempo conoció en un pub de la City a otro navegante español que le dijo que había un lugar, al sur del sur, donde todos los navegantes deben peregrinar alguna vez en la vida, como hacen los musulmanes en la Meca. Muy bien le debió pintar la cosa porque, ni corto ni perezoso, se presentó aquí sin tener ni puta idea de español ni conocer a nadie. Ya llevaba cinco meses y, la verdad, no se le veía con muchas ganas de volver a su isla. Estaba como pez en el agua. Decía que como hablaba fatal español no encontraba trabajo, y el dinero se le estaba acabando pero que hasta acabar el último penny no se iría. Simpático el rubiales.
Después de unas cuantas rubias sevillanas de pelo blanco, vulgo Cruzcampos, nos retiramos a nuestro jergón dejando en la taberna al capitán pantanero con su tripulación ya que querían seguir con la fiesta y los bailes.
Unas horas antes, por la tarde, había tenido una sorpresa inesperada. Estaba yo en el camarote del Morgan le Fay enfrascado con las cartas náuticas intentando establecer los rumbos que deberíamos tomar ahora que empezaba las época de navegación con vientos portantes, para intentar conseguir llegar a los objetivos que nos habíamos propuesto antes de embarcarnos. En esto estaba cuando escuché a mi contramaestra en la cubierta charlando animadamente con alguien. Supuse que sería algún mercader que venía a ofrecernos sus productos o quizás algún marinero buscando barco donde enrolarse para la temporada que está a punto de comenzar. Es cosa frecuente este tipo de encuentros ya que el clipper se encuentra atracado en el muelle principal del puerto por donde pasa todo el mundo y muchos aprovechan para dejar sus credenciales y ofrecer sus servicios porque saben que los barcos ahora es cuando contratan tripulación para la temporada.
En esto que se asoma mi contramaestra por la escotilla del camarote y me dice que suba a cubierta. Al asomar la cabeza por el tambucho, vino la sorpresa. Allí estaba un capitán, viejo conocido, maestro de marinos en uno de los secret spots de agua salada más frecuentados por la flota pantanera. En una ocasión también había sido maestro mío en la navegación con catamarán.
Tras los saludos protocolarios, como “ola ke ase”, nos pusimos a charlar fumando una pipa, sentados en la cubierta mientras tomábamos unos vasos de ron antillano mezclado con hierbas aromáticas. Me preguntó, le conté. Le pregunté y me contó. Después de muchos años enseñando el arte de la navegación en el cálido mediterráneo, se había cansado de navegar siempre en las mismas aguas y de ver los mismos horizontes y decidió echarse al mar abierto.
Como es buen marino no tardó en encontrar un velero donde enrolarse. Este velero de diecinueve metros y un solo mástil partía desde su puerto mediterráneo rumbo a Canarias para llevar a unos viajeros acaudalados. Llegó el día y zarparon encontrando vientos propicios que permitieron una navegación fluida que les permitió llegar a la isla de Tenerife en pocas jornadas. Una vez allí decidió quedarse un tiempo en el puerto del Médano disfrutando de los alisios una temporada. Allí sació su sed de windsurf pero al poco tiempo su mirada se volvió hacia la costa africana y decidió partir a Cabo Verde, donde le habían contado que existían condiciones de navegación excepcionales. Encontró un pasaje y se embarcó. En este caso yendo de pasajero pudo disfrutar de una corta y relajante travesía hasta que llegaron a la antigua colonia portuguesa. Al llegar a puerto fue recibido por los nativos que salían al encuentro del barco en sus canoas, ofreciendo los productos locales. El lugar le gustó y se quedó un tiempo mientras descubría el porqué de la fama de las condiciones de navegación de esas aguas. Así fue como comprendió porqué en estas islas recalaban algunos de los navegantes más conocidos del mundo.
Pero su inquietud no se había colmado y no tardó en pensar en dar el salto definitivo. Anduvo frecuentando las tabernas de los puertos de donde salían barcos que cruzaban el océano buscando información sobre algún bergantín que partiera hacia América y no tardó en encontrarlo. Trató con el capitán y encontró un sitio entre la tripulación de un velero que zarparía en próximas fechas rumbo a la costa norte de Brasil.
La travesía, favorecida por los alisios, les permitió hacer el viaje en dieciocho días sin tener que recurrir más que a la navegación a vela.
El capitán del barco se había demostrado durante la travesía un tipo déspota, con el que no había manera de tener una buena relación, así que una vez llegados a puerto se despidió. Anduvo vagabundeando algunos días por allí hasta que encontró la manera de hacer un viaje por la costa que le llevara a mítica población pescadora de Jeri, donde sabía que podría batirse con el viento local.
Y así fue, llegó a Jeri y le atrapó. Decidió permanecer allí un tiempo. Buscó un trabajo de cantinero y se dedicó a navegar durante el día y atender a los marinos a la hora de cenar. Me habló de las condiciones del lugar, del viento constante de la misma intensidad todos los días, del agua transparente, de las olas bien formadas, del ambiente tropical del pueblo.
Pasó unos meses allí y cuando la temporada de vientos decaía recibió un mensaje de la península donde le decían que tenía que volver a resolver unos asuntos importantes. Embarcó de nuevo y enfiló proa al punto de origen. Una vez aquí no tardó en solucionar los negocios para los que le habían requerido y es cuando se enteró de que en estas costas preparaban nuevos barcos de refuerzo para recibir las caravanas de mercaderes norteafricanos que, procedentes de Europa, pretendían como cada temporada volver a sus hogares en sus tierras de origen con las mercancías adquiridas.
Vino, encontró barco y nos encontró mientras paseaba por los muelles. Esa es la historia.