Hola buenas. Hacía bastante que no escribía por aquí pero hoy me he levantado con ganas de soltar un peñazo de los míos, así que allá va.
Hablando el otro día de batallitas de abuelo Cebolleta con otros Cebolletas como yo, salió el típico tópico de que si los chavales andan desmadrados, que si se han perdido las referencias y los valores, bla, bla, bla…asunto muy sobado; salió a colación la mili, que si allí te hacían un hombre, otros decían que si era una aberración, lo normal en estos casos.
Como muchos, más o menos jovenzuelos, no sabréis de que iba eso os lo cuento en cuatro palabras (es un decir).
Hace mucho, mucho tiempo, en épocas prehistóricas, los varones nacidos en este santo país venían con un pan debajo del brazo pero en el otro brazo traían la certeza de que cuando estuvieran en lo mejor de su juventud tendrían que perder un año de su vida en “servir a la patria” obligatoriamente, salvo que tuvieran los pies planos u otra cosa peor. En mi caso estuve en un cuartel de artillería donde empecé una gloriosa carrera militar llegando a cabo primero. Como era de los altos , y eso era requisito imprescindible, se me ocurrió que mi futuro castrense podría mejorar si me apuntaba en la policía militar y así tener entrada y salida libre del cuartel, como Pedro por su casa.
Por diversos motivos que no vienen al caso mi carrera militar se vio truncada y acabé durante una temporada en la prevención, que era una especie de prisión mediopensionista por la cual tenía que hacer todas las faenas normales del día a día pero a la hora del paseo me encerraban hasta el día siguiente. O sea no estaba preso en el calabozo pero casi. Bueno ellos se lo perdieron porque yo hubiera sido un gran estratega.
Pero la historieta que iba a contar no es esa. Todo venía al caso de lo de la “falta de valores de la gente joven” . No sé por qué me da a mí que esa cantinela es muy vieja y se lleva oyendo desde que el mundo es mundo , pero en fin… .Yo había salido tan harto de uniformes que juré que jamás me volvería a poner uno. Pensaba que me habían robado mi tiempo y que allí no había aprendido nada.
Pero el otro día, como decía al principio, salió esa conversación y recordé un caso que me hizo pensar que quizás rascando rascando si que se pueden sacar enseñanzas de cualquier situación, en este caso de la puta mili. Por cierto, este tema les encanta a las tías… je, je, je.
Y ahora es cuando empiezo a contar lo que quería. Resulta que en mi batería, que es como se llaman a las compañías en artillería, un día apareció un chico destinado, se llamaba Pablo. Este chaval sudaba estilo y clase por todos lados. Era un tio de una planta impresionante, además de eso llamaba la atención por su manera de comportarse exquisita. Era de estas personas que tienen esa calma y seguridad que se hacen respetar sin ni siquiera abrir la boca. No tardamos en enterarnos de que era el heredero de una famosa familia de ganaderos taurinos emparentados con la aristocracia más rancia, ducados de Medinasidonias o cosas parecidas. Su padre podría haberle evitado el traguito de perder un año en un cuartel o haberle buscado un enchufe en un destino de lujo pero decidió que después de sus estudios en Inglaterra era hora de pisar el barro, así que incomprensiblemente le había dejado caer en aquel tugurio donde estábamos.
Este chaval, compartía litera con uno que era el caso contrario. Se trataba de un peón de un cortijo de Jaén. Su nombre era Pedro. El chaval era un cuadro. Larguirucho, desgarbado, con cara de bobo, orejas de soplillo, bastante torpe para desfilar, hacer la instrucción y esas cosas tan útiles a las que dedicábamos el tiempo. A primera vista podría pensarse que incluso tenía un poco de retraso. El pobre chico era analfabeto, había salido de su cabaña en el cortijo cuatro veces en su vida para ir al pueblo más cercano a alguna feria de ganado o cosas así. Por no tener no tenía ni tele en casa, por supuesto en esa época internet ni se imaginaba.
El tío estaba alucinado permanentemente. Todo para él era nuevo. Claramente había tenido más relación con los animales en el campo que con las personas.
Lógicamente llegó el día de salir del cuartel y darse un garbeo por la city con los compañeros.
Hay que imaginarse a este hombre montando en metro y entrando en el Corte Inglés por primera vez.
Pues el caso es que el chaval aprendió a leer porque su compañero de litera, Pablo, le enseñó. Poco a poco y con paciencia, logró que en pocos meses leyera más que decentemente. El agradecimiento y la alegría se veían en su cara . Todo lo que tuviera letras llamaba su atención y se paraba a leerlo. Estaba descubriendo el mundo.
Algún tiempo después nos mandaron de maniobras. Normalmente nos llevaban a los Monegros o al Teleno en León, a dar cañonazos pero esta vez eran maniobras de supervivencia. Después de un cursillito donde nos enseñaron a hacer hornos en la tierra y otras cosas inútiles por el estilo, nos soltaron en patrullas de cinco repartidos por la sierra al norte de Cáceres. Nos dejaron llevar bien poco, una lata de sardinas por barba, mapas, cuchillo, cuerdas, cerillas y poco más a parte de ropa de abrigo.
Al cabo de tres días teníamos que llegar a un punto donde nos recogerían después de habernos buscado la vida para llegar y para subsistir. Lo pasamos realmente mal. No tanto para llegar al sitio pues eso no lo habían puesto muy difícil, sino por el hambre y el frío que pasamos.
Cuando apareció el grupo donde estaban Pablo y Pedro, nos quedamos flipados. Venían sonriendo y contentos, se lo habían pasado de miedo. Habían comido aceptablemente, habían dormido bien y se habían divertido. El señorito andaluz venía más contento de lo habitual en él ya que solía ser muy comedido a la hora de manifestar sus emociones. La sonrisa se dibujaba en su cara, estaba parlachín y deseando contarnos lo que había pasado.
Resulta que una vez en el monte, Pedro se había convertido en un auténtico líder. Les había llevado por los mejores atajos sin dar apenas rodeos, les había buscado refugios protegidos donde dormir y había cazado, pescado y recolectado para comer todos. Sin apenas herramientas había fabricado trampas para cazar conejos y se habían zampado un par de ellos. Había apresado peces haciéndolos entrar en pozas cerrándoles la salida y había recogido bayas, piñones, setas, espárragos y hierbas comestibles del campo, suficientes para no pasar hambre en ningún momento.
El hijo del ganadero mostraba su admiración por lo que había hecho su “alumno”, estaba sorprendido y, sobre todo, agradecido. Tan agradecido como Pedro a él cuando le enseñó a leer. Durante unos días habían formado un grupo homogéneo, sin clases. Estoy seguro de que aquellos días formaron parte de su memoria.
Recordar esto me hizo pensar que de la puta mili, a pesar de todo, se podía sacar algo positivo. Nos quitaba el envoltorio y nos hacía a todos iguales. La misma ropa, el mismo corte de pelo y el mismo tipo de vida, hacía que nos viéramos unos a otros como somos en realidad, no con el disfraz que nos ponemos para salir de casa, ni alzados por nuestra procedencia social o cultural.
Y eso, aunque fuera sólo por una temporada, estaba bien.
Salud y suerte.